miércoles, enero 23, 2008

Leones de Bronce




Mirando una foto ya descolorida, me acordé de mi infancia en el barrio de Ipiranga. No sabía bien caminar por el barrio, pero me gustaban sus calles brillantes, la gente que se hablaba en las veredas, las vecinas chismosas. Solía jugar la rayuela con mis amigas y me encantaban las muñecas, en especial, las que mi mamá hacía. La primera vez que gané una hecha artesanalmente, me dio tanto miedo de su apariencia de muñeca Frankestein y sentí creo que vergüenza de mostrársela a mis amigas... luego, sentí vergüenza de pensar en tal cosa, puesto que la niñita de paño era exclusiva y hecha con amor. Al final, me gustaban más los autos de plásticos de mis hermanos mayores. El esconde-esconde solo pasó a ser interesante después que besé por primera vez, así tenía muchas razones para encontrar nuevos escondites.

Yo era delgadita y siempre tuve cabellos rizados, la piel alba. Era una niña muy curiosa, adoraba escuchar las historias de mis hermanos. Me daba gusto mirarlos jugar al fútbol mientras llovían tibias gotas. Me ponía los codos en la ventana, las manos apoyándome el rostro y llevaba un alma triste porque mis ganas eran de meterme allí, con ellos, buscando desesperadamente la pelota para hacer un gol. Claro mi mamá no me dejaba, primero, porque era juego para niños, después, porque llovía. Fue la última vez que los vi jugar todos juntos.

Una vez, mi papá nos había llevado al museo histórico del barrio... me hizo sentar en un león de bronce, hermoso, para sacarme una foto. Me puse tan ansiosa por montar el intrépido animal, era tan imponente e hierático, sus garras tan bien hechas, sus melenas inmóviles. Cuando subí, miré al león, él a mí... a cada sentímetro menos de distancia, me acercaba, en lento movimiento, disfrutando aquella sensación... él impasible en su condición de escultura. De repente, escuché algo. No sé bien precisar qué era, pero parecía un gruñir, un no-se-qué. Me puse tan estática como mi amigo leonino. Otra vez. El sonido era más fuerte, me acerqué junto a su melena con mis oídos y puse a escucharlo. Él rugía, ¿cómo? Lo respeté, porque quizá le hacía daño que tanta gente se sentara arriba suyo, le pedí perdón, que solo me voy a sacar una foto, por favor. Desde lejos encontré a mi papi dando la señal que ya me podría bajar.

Los leones siguen ahí, no del color bronce, sino verde de la lluvia ácida. Quizá lloran ahora. Las calles no tienen tanto brillo y las antiguas casas del siglo XIX fueron sustituídas por bancos y un gigante McDonald´s. Mantego la misma admiración por mis hermanos, aunque no me cuenten más historias fantásticas; aún sigo jugando con autos de plásticos, ahora de mis sobrinos. La foto no tiene tanto color y está desgastada, ya no estoy tan flaquita pero mi mamá aun mantiene la misma sonrisa cautiva.